sábado, 21 de junio de 2014

La proeza de la promesa

Qué maravilla, las promesas.
Uno, que anda con la bandera de la libertad a todas partes, se encadena con lo más etéreo posible, las palabras y se queda ahí, hasta sabe cuánto tiempo.
Por supuesto que existen los que arruinan las maravillas, porque para eso estamos, para que se fijen en nosotros, para romper los castillos de arena de nuestros hermanos menores y que nos presten atención. Pero para que la destrucción sea relevante; ah, qué maravilla debe ser ese enemigo.
Y no hablo de los contratos implícitos, los que nos hacen firmar apenas cuando apenas llegamos al mundo. Esa clase de injusticias harían llorar a cualquiera, y en efecto, esa es nuestra primera reacción, la primera vez que levantamos la bandera mencionada. Yo le refiero a las promesas gritadas, las que, clavándonos un Tramontina en el pecho, decimos mirando a los ojos de la nada, pues al mundo poco le importan. Qué irónico.
Tanto sufrimiento, tanto honor al mantener esas palabras intactas, sin que el desgaste de lo sucio que además somos lo contamine. Cerramos los ojos, agachamos la cabeza y corremos hacia adelante, defendiendo algo que no se preocupa por nosotros. Qué estupidez, pero qué parecido a los caballeros de los cuentos viejos. Entonces, qué honor esa estupidez.
Como una estrella guiadora, pensamos que las promesas nos llevan por los buenos caminos de azúcar bronceada, y olvidamos que fueron cadenas los que nos pusimos. Quizás no queramos ser libres, quizás queramos esas cadenas, para que las tome otro ser superior y nos lleve a algún camino, a cualquier parte.
Adentro, en los mejores momentos de soledad, donde las bocas más grandes y más tontas no llegan, nos rezamos cada una de las promesas, creyendo que así, seguiremos siendo toda la vida más.
Y yo, que te prometí tantas cosas.

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