jueves, 23 de enero de 2014

El día que Luis Alberto Spinetta me conoció

Alto, antes de que te ofendas, querido lector, debo decirte que el título no trata de evocar una imprudente falta de respeto hacia el músico argentino del Bajo Belgrano, ni tampoco hacer ese tentador chiste de evocar una imprudente falta de respeto hacia el músico argentino del Bajo Belgrano, no, tampoco. Pero debo mentirte -y no quiero- si dijiese que yo no lo conocía, ya que hasta ese día había escuchado muchas de sus canciones, había visto sus fotos y leído sus entrevistas, hasta lo había visto a él mismo, en vivo y en directo, en Velez, tocando Rezo por vos, con otro gran artista. Pero este cuento no trata de ese día de nuestras vidas (incluyendo la suya, lector, partiendo de la idea de que estaba vivo por el año 2009). No. Este cuento cuenta un cuento más interesante, que es el día en el que tuve el placer de ser conocido (y por lo tanto, experimentado, nutrido y hasta creado) por el señor Luis Alberto Spinetta.
Reirse al fin, que llover trae tanto frío. Uno comete el dedicado error de creer que ellos escriben para uno mismo. Pero es la magia de las artes, de cualquiera, ponerte cara a cara frente a la belleza y pensar que están solos en el mundo y eso me pasó a mí. Aunque quizás deba retroceder un poco para llenar esos huecos vacíos del entendimiento que otros saben manejar, pero que yo, pequeño relator, no podría hacerles frente de manera armoniosa con un do novena con quinta sostenida.
Al decir que el encuentro tuvo espacio un sábado 26 de Septiembre de 2010, posiblemente deba iniciar el día a día desde el domingo 19. Pero una canción de constantes reposos sería un insulto, una canción de autoayuda, de rima fácil y ni yo, incluso en mi calidad de pequeño relator, ni usted, querido lector, queremos eso. Detenerme en lo más mínimo, contarles las tardes que dejé de cantar a pesar de tener voz y cómo, como la secuencia de la corteza y el hacha, emerger victorioso esa semana, día a día, desde típica fiesta escolar, pasando por el momento de cumplir mis 18 años del sol, hasta llegar al evento.
Uno lo sabe, no sé cómo, pero lo sabe, quizás lo dicen los árboles, portadores de la verdad, incluso desprendidos del bosque, que tanto miedo da. Ese sábado, en el que finalizaba la mejor semana que había tenido en mi vida, sabía que me iba a encontrar con todo ese vendaval de luces rojas y verdes, sin saberlo realmente.
Imagínese, querido lector, apenas un niño adornándose de la emoción de ser conocido por aquel que no teme despertar y caminar en el aire, con los rayos.
Llegué al lugar adonde mi elemento me aseguraba que todo sucedería y sólo pude esperar. Pasaban tantas personas de pie, pasaban 200 años y nada. Él no aparecía. Pero yo sabía que era cuestión de esperar, esperar sabiendo qué esperar. Y llegó. De una nave blanca hecha en no lo sé, bajó rodeado de personas, que lo llevaban directamente hacia un lugar, sin posibilidad de una escala en mi pequeña persona que ni sombra podía dar.
Oh, querido lector, querido lector místico, si tan sólo yo no hubiese sido lo que siempre seré, un pequeño lector, quizás me hubiese llenado de coraje y le hubiese robado una mirada, unas palabras o al menos un color. Pero estaba inmóvil, siempre en la pared observándolo.
No obstante, no sería quien es, si no se comportara como quien es. Y así fue, en ese momento, Luis Alberto Spinetta, el padre de los diamantes de leche frenó su caminata y vino directo hacia mí. Hombre de luz, me sonrío, me saludó y tomó los discos que había traído el vulgar acto de firmarlos, como todo souvenir que apenas llega al treinta porciento de lo que vale ese instante. Imagino que lo hizo porque me debe haber visto desesperado: Pobre amor, llámenlo.
No me animé a decirle nada, perdí el tiempo pensando. Él me sonrío y se volvió a su entorno.
Yo me reacomodé y exploté de tanta alegría, de sentir tanta magia en un solo lugar, en ese momento en el que sentí que eramos él y yo y el resto, el resto no sé, no quería que me digan nada. Agarré mis cosas y simplemente me retiré del lugar.
Tardé más de tres años en comentar ese encuentro, quizás porque en ese instante comprendí que explicarle eso a alguien sería inútil.
Gracias, Luis, no te alejaste nada de mí.

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