jueves, 24 de julio de 2014

Tres formas de existir: 2

Casi nadie volvió a verla. La llamaban por su apellido, Torrente, en el barrio en donde había vivido gran parte de su vida. De ella se dijeron tantas cosas al respecto que seguro alguna roza lo cierto, pero curiosamente, la verdad es aún más interesante.
Su casa era la más grande y oscura del barrio, pero aún más grande, como si acaso eso fuese posible, era el horno de barro, que desahogaba su ira (si se me permite ese verbo) por más de veinte tubos metálicos que sonaban de las maneras más aterradoras que podían hacerlos, y podían mucho.
A Torrente nunca se la veía salir y eso hizo que el miedo hacia todo lo que ella significaba y poseía fuese enorme. Es por eso que se escuchó decir que su pelo cambiaba de color de acuerdo a su estado de ánimo o que experimentaba con ratas y les hacía toda clase de cosas, como llenarlas de clavos o cosas por el estilo. Claro, como le dije anteriormente, la verdad es aún más interesante y ya llegaremos a eso.
Pues también le dije que algunas de las cosas que se dijeron respecto a Torrente, la señora de la casa enorme y el horno aún mayor, es que ella, enfurecida en algún momento de su vida, con algún aspecto de su vida y bajo alguna postura sobre la vida, se volvió completamente loca y pidió armar un horno tan monstruosamente gigante, en el que hombres y mujeres pudiesen entrar ahí y fuesen asesinados, cocinados y comidos por ella misma. Y es que no se puede tampoco culpar a los vecinos del barrio de la casa y el horno gigante, pues en los primeros momentos, cuando no había tanto miedo, fueron muchas las personas invitadas por Torrente a su casa para comer. Personas con problemas, algunas enojadas, otras tristes toda clase de personas con toda clase de problemas de toda clase... de problemas. Y perdone que me enrede en mis palabras, pero si no alargo lo que debo decir, no conseguiré generarle la misma impresión que tuve yo al saber lo que les pasó a esas personas: nadie nunca más las volvió a ver.
Pánico, horror. Nadie se animó a presentar una denuncia, pero todos aquellos que por suerte no habían sido invitados sabían lo que pasaba. Por eso los horrorosos ruidos que salían de los tubos metálicos por donde salía el humo del horno. Eran los últimos gritos de esas personas.
Claro, usted no se horrorizó en lo absoluto y no es porque yo sea malo escribiendo, pues de hecho soy de los mejores de la cuadra, sino porque sabe que eso es una gran mentira. Porque sí, ha sido entrenado para distinguir la fantasía de la realidad que le toma dos segundos saber cuándo algo es falso y no le da una segunda oportunidad. No obstante, le pido que lea la verdad de la señora Torrente sin prejuicios, pues aunque usted no lo crea, lo que le contaré es la verdad.
Sí, la historia comienza igual, pues en algún momento de la vida, quizás cansada de ver cosas feas o quizás muy feliz para verlas, Torrente decidió difundir el amor de una forma que quedase grabada en la memoria de las personas de forma tal que jamás lo olvidasen y supo que la mejor manera era haciendo lo que mejor sabía hacer, cocinar. Por eso ordenó a más de cien hombres que elaborasen un horno más grande que su casa, en donde pudiesen entrar platos para todas las personas que estuviesen mal y necesitasen un cariño.
Lo que Torrente no esperaba, es que tanto era el cariño que ponía en cada comida libre de sufrimiento, que todos los problemas de los comensales se evaporaban y se iban gritando por los caños, quejándose el ser arrancados de las personas, quienes, lógicamente, jamás querían volver a despegarse de Torrente.
Lector, quizás usted le ha dado demasiada importancia a la línea que divide la fantasía de lo real y no se deje convencer por este relato cursi, pero le puedo asegurar que es verdad, pues yo mismo he sido víctima de sus garras de metal, de sus espumaderas de metal, de sus platos de cerámica y sus abundantes porciones. Torrente seguirá cocinando con ternura toda la vida, porque en esencia eso es ella y esta es otra de las formas de existir.

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