jueves, 22 de mayo de 2014

Del otro lado de las montañas

En mi pueblo hay una regla: no cruzar el cordón montañoso. Nunca supe bien cuál era la razón. Los viejos del sur decían que del otro lado, las estrellas se caían con mayor frecuencia y mataban a todo aquel que caminase por allí; los del norte no culpaban al cielo, sino que decían que del otro lado habían seres oscuros, hechiceros verborrágicos, que confundían a sus víctimas para robarles la piel. En los libros decían otras cosas, que variaban del año de la edición o de la traducción utilizada. Lo cierto es que durante años, la gente de mi pueblo aprendió a temer a esa regla, sin siquiera saber cuál era el verdadero motivo.
Nunca recordaré qué día fue, es la parte mala de no conocer lo que sucederá con el correr de las horas, pero estoy seguro de que no estaba lloviendo y que había mucho viento. Yo me había levantado sin ganas de ir a ver a mi profesor para mi lección de cacería y decidí esconderme en el bosque, para que nadie me molestase durante algunas horas. El olor de las hojas no era fuerte, por eso puedo asegurar de que ese día no llovió, pero las raíces crujían, como si se fuesen a desprender de la tierra. Quizás eso sucedió, porque a pesar de pasar muchas tardes en ese lugar, en un momento me encontré perdido. Caminé intentando identificar una gran roca o un tronco viejo, pero nada me era familiar. A lo lejos, escuché a unos caballos relinchar y luego pasar corriendo al lado mío, en dirección contraria a la que yo estaba tomando.
Me es imposible mentir, estaba asustado. Pero mi miedo no se comparó al que tuve unos minutos más tarde, cuando la vi tirada en el suelo. Reconocía su forma por los dibujos en los libros viejos, una figura pálida de manos y pies alargados. Era un ser del otro lado de las montañas. Quise correr, huir de ese lugar, pero mis pies no reaccionaban, yo apenas era un niño y ese ser se veía mucho mayor que yo, no tendría oportunidad de sobrevivir si me atacaba.
Lentamente, conseguí que mis pies se arrastraran hacia atrás y me empecé a alejar, pero me tropecé con una raíz y me golpeé la cabeza. El ser escuchó el ruido y dio un grito. Mis ojos empezaron a llorar, supuse que empezaría a embrujarme, pero no fue así. El ser volvió a gritar y lo hizo una vez más. Cuando comprendí que no era ninguna clase de magia, sino que estaba pidiendo ayuda mi cuerpo se calmó un poco. Las rodillas me seguían temblando, pero pude ponerme de pie e intenté observar lo que sucedía: el ser estaba herido. Un corte en el abdomen era lo que lo había dejado tumbado, casi en un estado terminal.
Tampoco puedo mentir acá, pensé en aprovechar la situación y huir. Pero lo cierto es que no pude. El ser volvió a pedirme ayuda en un idioma que yo no lograba entender, que sólo lo identificaba con ruidos y yo no pude dejarlo así. Lentamente me acerqué, primero con miedo, luego con simple cautela. Cuando me acerqué considerablemente descubrí que era una mujer. Ella me miró y en su cara no había miedo hacia mí persona, pero no puedo afirmar que no lo hubiese hacia alguien más. Me senté a su lado y quise poner mis manos sobre su herida, pero ella me las corrió con violencia. Quise explicarle que mi profesor me había enseñado técnicas de curación, pero no hablábamos el mismo idioma, aunque si no hacía algo, moriría ahí y no lo podía permitir. A pesar de su rechazo, saqué de mi bolsa unas hiervas, hilo y aguja y comencé a sanarla. Ella miraba con desconfianza, pero cuando vio mis intenciones se tranquilizó un poco. Para cuando había terminado, ella se había quedado dormida en el suelo.
Despertó una hora más tarde y se sentó al lado mío, intentamos comunicarnos y nos fue difícil al principio, pero luego descubrimos una gran cantidad de palabras que la gente ya no usa, pero que teníamos en común, así que lo conseguimos. Con cierta rusticidad me contó sobre su vida del otro lado de las montañas y yo hice lo mismo. Supe de su fascinación por el cosmos, por el mar y las plantas. Me contó que su pueblo era recolector de vegetales y por eso sus manos eran tan largas y yo le dije que nosotros cazábamos y por eso siempre teníamos miedo y moríamos jóvenes.
Lo malo de no saber qué pasará con el correr de las horas es que no te podés preparar. De haber sabido que quienes la habían lastimado eran cazadores de mi pueblo, que me habían visto a mí meterme en el bosque y que habían usado a nuestros tigres de caza para seguir mi rastro y "protegerme", no nos hubiesen encontrado tan fácilmente. Por suerte mi profesor me enseñó a trabajar mi oído y pude escucharlos en la distancia y advertirle a ella para que huyera del lugar, así que cuando llegaron, sólo me encontraron a mí, que fingí no haber visto nada.
En esta parte tampoco puedo mentir, no la volví a ver. La mujer desapareció entre los bosques y supuse que había vuelto a su lado de las montañas. Hoy ya soy un hombre mayor, o por lo menos lo que la gente de mi pueblo llama así, ya han pasado muchos años desde que sucedió ese encuentro. La mujer seguramente ya ha pasado a mejor vida, pero todas las noches me pongo a mirar las estrellas, pensando que quizás ella está haciendo lo mismo en este momento.

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