jueves, 22 de mayo de 2014

María, la del mar

Hay canciones que dejan de estar de moda. Sí, se pueden escuchar en privado, pero ya cantarlas en público no, la gente se queja.
María lo sabía y le causaba algo de dolor. Verán, ella tenía una canción muy bonita, que había cantado durante años, pero llegó un momento en que ya nadie quiso escucharla y ella se quedó sola, con una canción que no daba para más.
María debía despertarse cada día y caminar por una ciudad que tarareaba otra melodía y ella tenía que estar de acuerdo con eso. Porque sí. Porque a la gente le molesta las caras tristes, trata de ocultarlas y dejarlas en la oscuridad y ya suficientemente triste era para María escuchar otra canción como para además quedarse excluida de las cosas. Por eso María sonreía, falsamente, pero lo hacía.
Se guardó las noches en su habitación, cuando ni su marido la podía escuchar, para cantar el estribillo de su tema muy bajito, una y otra vez, hasta que se quedaba dormida. Luego se levantaba, fingía que todo estaba bien en el mundo y se iba a vivir esa vida que le gustaba tan poco, en una ciudad que no era la que ella quería.
Pero Buenos Aires es así. Buenos Aires y todos los otros aires del mundo. En ellos viajan distintos sonidos que vienen y se van o que vienen y luego se van. Así son las cosas.
María lo sabía y le causaba mucho dolor. Por eso los domingos se iba temprano al límite de Buenos Aires, ahí donde nacía el mar, saludaba al poeta de las olas y se guardaba esos segundos en los que, entre todas las vidas que caen al mar, quizás encontraba algún mínimo vestigio de su canción, quizás una nota, cantada por otro, como dándole alguna esperanza.
Lo malo es que no son muchas las notas y se mezclan entre otras canciones. María sueña con que su canción volverá a ser escuchada por otros, pero lo que sucede es que se confunde de pertenencias y se aferra a cualquier si, pensando lo que no va a ser.

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